Realmente mi admiración a los lameculos, chupapollas, calientasillas, personas sin ningún mérito ni valía, más allá de calentar la oreja del jefe o mandamás de turno, a todos en alguna ocasión nos habrá aparecido el típico compañero que por los pasillos te dice un; en confianza y porque eres tú pero anda que esta, o yo, yo no es por tirarme el moco simplemente soy el mejor, alguién que no sabe ni quitarle la funda al boli, pero que cuando aparece el jefe se desvive en sonrisas, babosas y baja la cabeza en un total acto de sumisión, ese corre ve y dile, que en presencia del jefe jamás defiende al compañero que cuando se piden horas extras es el primero: normal, no va a currar, que mas le da, o acepta cualquier turno de vacaciones que ya se pillará la baja en cuanto pueda, que a un compañero le dice que el otro a dicho y viceversa, para crear conflictos, realmente mi admiración pues sois zorros y zorras, y yo como no puedo dejar de ser transparente y creo que profesional, soy de esas extrañísimas personas que creen que el trabajo es trabajo, eficiencia, eficacia y profesionalidad, no ser meramente un farsante calientaorejas, que oye, visto lo visto tiene un valor, ahora bien, me pregunto ¿que poca autoestima tiene que tener alguién para necesitar veinte mil cotorras alrededor que le sonrian le digan a todo que si y le bajen la cabeza? Un poco de dignidad tendría que ser recetada por todo médico que se precie de este béndito país, pero sí realmente ser pelota y arrastrao es una profesión todavía sin catalogar, en mi caso, no se si algun dia tendré personas a mi cargo, lo que si sé es que me gustan las personas transparentes, trabajadoras y honestas ¿ande las encontraré? JIJijiji
¿Por qué hay gente que hace la pelota?
Aduladores, embelecadores, abrazafarolas, halagadores... Los pelotas tienen muchos nombres y son visibles revoloteando en torno a alguien poderoso con el fin de medrar. Su presencia, a veces, es vital para el jefe, a veces una catástrofe
John Fitzgerald Kennedy fue, seguramente, uno de los políticos con más carisma en la historia del mundo moderno. Como personaje de ficción, es el mandatario que más películas y series de televisión ha protagonizado: de hecho, es inevitable un cameo suyo en cualquier guión que transcurra a principios de los sesenta. Como objeto de culto, goza del honor de tener decenas de museos dedicados a él (incluso en un lugar tan alejado de EE.UU. como Berlín) y de ser el único gobernante al que también (o sobre todo) conocemos por sus siglas, como si de un rapero de éxito se tratase.
JFK era ya un mito en vida, entre otras cosas por las inteligentes frases que le hacían decir en sus discursos. Una de ellas, repetida en varias entrevistas, se ha convertido en un recordatorio que todo líder debería tener en cuenta: “Decidas lo que decidas, el 20% de las personas estará en contra”.
La cita recuerda algo que todo jefe, coordinador o director debería tener en cuenta en todo momento: el consenso total es imposible. Cuando se afrontan dilemas que afectan a un grupo de personas, cualquier resolución choca con los intereses y opiniones de algunas de ellas. Así pues, si tenemos responsabilidades y tomamos una decisión, es imposible que contentemos a todos. Si nos da la impresión de que así ha sido, deberíamos sospechar que al menos la quinta parte de las personas a nuestro cargo están ocultando sus críticas.
Pero la tentación de olvidar esto y centrarse en aquellos que nos bailan el agua es muy fuerte. El mismo Kennedy cayó en ese error en numerosas ocasiones, prefiriendo creerse a aquellos que alababan sus decisiones y le aseguraban que eran incuestionables y apartando a aquellos que podían criticar sus actuaciones.
El ejemplo más desastroso de esta aceptación del peloteo se produjo a principios de 1961. Aceptando una idea que curiosamente procedía en realidad de Richard Nixon (el adversario al que derrotó en las elecciones) JFK propuso invadir Cuba. En las reuniones con sus asesores –documentadas más tarde por uno de ellos, Arthur Schlesinger– se veía claro que los datos apuntaban a que la operación iba a ser un fracaso. Pero Kennedy estaba rodeado de amigos lisonjeros (había ido apartando a los más críticos de sus colaboradores) y nadie extrajo las conclusiones obvias de esos datos.
Como nos recuerda Schlesinger: “Quienes rodeaban al presidente creían que era una especie de rey Midas que convertía en oro todo lo que tocaba”. Allen Dulles y Richard Bissel –altos cargos de la CIA que habían prosperado camelando políticos– le dijeron al presidente que habría una insurrección armada a partir del desembarco en la bahía de Cochinos, ya que todo el pueblo cubano estaba contagiado por el atractivo de la figura de JFK. Nadie se atrevió a negar esos halagos porque se impuso la tendencia a adular al mito. Y la ilusión de unanimidad llevó a tomar una decisión suicida que, en realidad, no compartía la mayoría de asesores cuando se les preguntaba, como hizo Schlesinger, uno a uno.
La adulación forma parte de la vida social. Continuamente piropeamos a los demás, creyendo o no en esas virtudes ajenas. Los motivos son variados: necesidad de agradar al otro, empatía con su situación y ganas de animarle, interés en seducir a la persona… Ligando en un bar, despidiendo a un amigo que se va o escuchando las cuitas de un familiar, exaltamos con desparpajo los logros ajenos como parte de nuestras relaciones. Y no nos sentimos culpables porque nuestras afirmaciones sean falsas. Sabemos que la adulación es una droga que no hace daño… a no ser que la persona la inhale.
Sin embargo, cuando existe una relación de poder de por medio, el riesgo de que la persona absorba nuestros elogios e infle demasiado su ego con ellos es muy grande. A pesar de ello, muchas personas usan esa táctica para contentar a los que tienen más poder. El fenómeno es tan universal que, probablemente, todos los idiomas tienen una palabra para designarlo.
Los pelotas, los cobistas, los chaqueteros, los incombustiblemente lisonjeros aceptan cualquier opinión de la persona que sienten que está por encima, sin importarles si se trata de un error garrafal o una resolución que va a perjudicar a muchas personas. No son especialmente hábiles en las relaciones sociales (de hecho, es habitual que todo el mundo sepa de qué pie cojean). Su mérito, lo que ellos creen que les va a hacer medrar, es que nunca discrepan. Siempre están de parte del jefe en el momento crítico y funcionan como parásitos: se unen a sus superiores porque creen que pueden vivir de su energía.
De hecho, su habilidad para sostener el ego ajeno suele ser su mayor fortaleza: no creen necesario desarrollar sus capacidades laborales porque presumen que gozando del favor de los de arriba todo va a ir bien. Cuando se comienza una relación de camelo así es porque uno piensa que mientras esté en relación simbiótica con su jefe, puede ahorrarse esfuerzos en su vida profesional. Como recordaba Adlai Stevenson, otro político propenso a las citas: “El poder corrompe, pero la falta de poder corrompe absolutamente”.
Para el superior, por su parte, el halagador es útil porque es un proveedor de autoestima. A él, como a cualquier persona, le gusta que le den coba: los experimentos demuestran, por ejemplo, que cuando alguien habla de nosotros tendemos a no escuchar apenas las críticas y atender predominantemente a los halagos. Nos autoengañamos (y es adaptativo que lo hagamos) pensando que somos más eficaces y especiales que lo que demuestra la realidad. Y tenemos propensión a rodearnos de aquellos que sostienen esa necesaria falacia.
Pero es que además, en el caso de los líderes, la necesidad suele ser aún mayor: hay muchos estudios que muestran una correlación entre narcisismo y puestos directivos. Edward Roberts, profesor de la MIT’s Sloan School, encuentra por ejemplo en sus investigaciones una clara asociación entre ascenso laboral y perfil egocéntrico. No es de extrañar: las personas que toman decisiones deben estar más seguras de sí mismas que aquellos que se limitan a cumplir órdenes. Por eso es importante que desarrollen lo que Albert Bandura denominó “autoeficacia”, es decir, la capacidad de hacer juicios positivos sobre sus capacidades que les permitan alcanzar niveles altos de rendimiento. Las creencias acerca de la propia eficacia, según este investigador, desempeñan un importante papel en la vida profesional, actuando a manera de filtro entre los logros anteriores y la conducta posterior. Los mandatarios suelen ser personas que optimizan esa capacidad: creen que saben hacer las cosas mucho mejor de lo que las han hecho antes. Y eso, según Bandura, aumenta sus posibilidades de mejorar su rendimiento futuro.
Subida del ego para el jefe, disminución de exigencias de rendimiento para el empleado halagador…Se diría que la simbiosis entre estos dos personajes crea una dinámica perfecta que satisface las expectativas de los implicados. Pero, como sabe cualquiera que tenga una cierta experiencia laboral, el gran problema de esta relación es que es muy efímera. Las circunstancias que sostienen la relación de peloteo suelen durar muy poco tiempo. Y en cuanto cambia el panorama y varían las necesidades de los implicados, se rompe el equilibrio.
La ruptura habitual de la relación del adulador y su superior suele ser el fracaso profesional del equipo que han formado. En los grupos en los que no hay unos resultados cuantificables (un grupo de amigos que sale de juerga, por ejemplo) el líder puede limitarse a escuchar a los que le agasajan y dejarse llevar por la ilusión de unanimidad grupal sin problemas. El chico popular de la pandilla puede seguir rodeado de su séquito aunque acaben yendo siempre a las peores discotecas, porque en realidad las decisiones de ese líder no afectan la vida de las personas que le siguen.
Pero cuando se trata de gestionar asuntos que llevan a resultados verificables, estar rodeado de pelotas acaba llevando a la catástrofe. Un jefe de área de una empresa de ingeniería, un director general de una multinacional o un coordinador de terreno de una oenegé que no tengan a su alrededor técnicos que les digan cuándo pueden estar equivocándose corren un riesgo que, tarde o temprano, les va a hacer estrellarse. Y en ese momento, se replantearán su relación simbiótica con sus más tenaces halagadores.
La invasión de la bahía de Cochinos fue un fracaso operativo innegable que bordeó el ridículo. Menos de mil quinientos exiliados cubanos intentaron invadir Cuba: como ninguno de los buques de refuerzo llegó a tiempo, al segundo día estaban rodeados por más de doscientos mil soldados cubanos y al tercer día todos los supervivientes estaban en un campo de prisioneros. Arthur Schlesinger cuenta que Kennedy, desconcertado, vagaba por el despacho Oval preguntándose cómo había podido ser tan mal aconsejado como para permitir que la operación siguiera adelante. Como suele ocurrir, el desastre acabó afectando profundamente a la carrera política de los pelotas: Allen Dulles dimitió como director de la CIA y Richard Bissel tuvo que abandonar también su cargo en la agencia. JFK siguió engrandeciendo su mito (de hecho, la fallida invasión ayuda a resaltar los aspectos humanos y encariñarnos con el personaje en los dramas acerca de su figura) y los agasajadores consejeros cargaron con la responsabilidad y fueron apartados de la circulación.
Lo curioso es que, pese a que la historia está llena de ejemplos así, el peloteo sigue dándose. El patético final del embelecador pertinaz es ya un tópico literario y audiovisual: hasta en Mulan, una película infantil, hay un personaje (Chi Fu, el consejero) que acaba despojado de su cargo por ser demasiado lisonjero con el emperador. Entonces ¿por qué hay tantas personas que caen en esa táctica?
La respuesta más habitual de aquellos que investigan sobre psicología de grupos es que, en la mayoría de los casos, la causa es la situación, no la persona. Es cierto que hay individuos que sufren de un exceso de “deseabilidad social”, es decir, que tienden a ser tremendamente sumisos e intentar caer bien cuando sienten a alguien por encima. Pero también es verdad que la mayoría de los que caen en el peloteo no son individuos que tengan habitualmente problemas de asertividad. Lo que ocurre es que sienten que, en la circunstancia en la que están, dar coba continuamente a los superiores es la mejor táctica. En ciertos colectivos humanos, no sólo se fomenta la actitud de aquellos que hacen continuamente la pelota, sino que parece casi imprescindible usar esa técnica. Se podría hablar de grupos pelotofílicos, organizaciones en las que el halago indiscriminado a los superiores es adaptativo y cualquiera que no siga esa táctica está condenado a ser despedido.
Entre las características de esos colectivos está, por ejemplo, la existencia de una especie de “código secreto”. La dinámica autocomplaciente de los superiores suele comenzar cuando se generan términos propios para referirse a los que están en contra de las decisiones de la jerarquía (“resentidos”, “rebeldes”, “amargados”…) y afirmaciones suficientemente vagas como para que parezca que todo el mundo las comparte (“Los que nos critican son aquellos que no son suficientemente valientes como para seguir adelante con nuestro proyecto”). De esta forma, los de arriba se van rodeando de halagadores que sólo repiten palabras vacías sin saber muy bien a qué están diciendo que sí exactamente.
Eso lleva a los lisonjeros a ir implicándose, poco a poco, en las decisiones de los jefes. Porque en los colectivos propensos a la coba funciona lo que el psicólogo Robert Cialdini denomina la “técnica del pie metido en la puerta”: los pelotas se van involucrando progresivamente en las resoluciones de la autoridad sin darse cuenta de hasta qué punto están adquiriendo responsabilidades que les comprometen. El jefe sólo les pide, al principio, una participación mínima. No les da información de hasta dónde pueden adentrarse en lo que están haciendo y qué les ocurrirá a medida que su compromiso sea más grande. Después, paulatinamente, aumenta la presión para que todo sea de su incumbencia, sirviendo, por ejemplo, de correveidiles a los directivos. Los pelotillas acaban haciendo de transmisores de las decisiones difíciles e impopulares y los compañeros acaban por verles como responsables de esas acciones. En este tipo de grupos pelotofílicos, las competencias se diluyen y los poderosos pueden tomar distancia de las repercusiones de sus decisiones.
Y eso hace que, al final, los aduladores persistentes se adentren en un fenómeno mental denominado disonancia cognitiva. Leon Festinger, psicólogo de la Universidad de Stanford, acuñó ese término para designar la tensión que se crea cuando, simultáneamente, tenemos dos pensamientos que no concuerdan entre sí. En el caso de los halagadores crónicos, la disonancia se produce cuando advierten que han acabado por actuar en contra de sus criterios morales o de sus intereses influidos por la necesidad de lisonjear a un jefe. Esa sospecha les produce una gran tensión. Y lo curioso es que, como ya predijo Festinger, el pelota suele resolver esa angustia con una “salida hacia delante”: se compromete más aún tomando fanáticamente partido a favor de su jefe. El final, el ya predicho: cuando la falta de crítica lleva al equipo al desastre, el directivo –como hizo JFK– se deshace de los pelotas en cuanto puede olvidando los “servicios prestados”.
Las dinámicas de los pelotas están suficientemente analizadas por multitud de especialistas en este tema. Los remedios para que estas actitudes no se fomenten son, también, suficientemente conocidos. Pero siempre se lucha contra una de las grandes tentaciones del ser humano, la de creernos los halagos de las personas que están bajo nuestro poder. Mientras estemos en condiciones de hacer favores, nadie nos dará con la puerta en las narices; pero es bueno recordar que hay unas cuantas personas que se han quedado con las ganas… y que quizá tengan razones para hacerlo.