La necesidad de pertenencia
Es cierto que algunas personas prefieren estar solas y apenas se involucran en colectivos o redes sociales. Sin embargo, salvo que se trate de ermitaños, la mayoría de las personas mantiene una relación afectiva con otras personas y experimenta a su manera la necesidad de pertenencia. La soledad, cuando es buscada, puede ser un fuerte estímulo para el descubrimiento de uno mismo. En momentos de contemplación y silencio, nos es más fácil descubrir quiénes somos, qué queremos, así como reconectar con nuestro poder interior y aumentar nuestra auto-estima. No obstante, para que estos momentos de intimidad sean realmente beneficiosos han de ser elegidos, no impuestos. Y en general, nos resulta más fácil entrar en un tiempo de silencio y recogimiento cuando sabemos que al final nos espera el reencuentro con la gente que nos quiere y queremos, que cuando, por las razones que sean, nos vemos forzados a pasar largas temporadas sin apenas contacto con otras personas.
Es precisamente en esos momentos forzados de soledad que se revela con toda su fuerza la importancia de la necesidad de pertenencia. Las personas que, por diferentes razones (abandono, extravío, encarcelamiento, etc.), han pasado por largos periodos de aislamiento han señalado que les resultaba más difícil la gestión emocional de su situación que la privación física. Cuando el periodo de soledad se prolonga en el tiempo una persona puede sufrir diversos desordenes emocionales incluyendo insomnio, ataques de miedo, depresión, cansancio, estrés y confusión general. En una sociedad individualista como la nuestra, la soledad no elegida por la que pasan millones de personas produce síntomas similares a los anteriores, llenando la vida de esas personas de tristeza, depresión o ansiedad por un futuro que resulta difícil sin el apoyo de alguien cercano.
Desde una perspectiva evolucionista, una posible causa de esta necesidad de pertenencia se halla en un pasado remoto, cuando pertenecer a un grupo era fundamental para la supervivencia. Vivir en grupo permitía a los miembros de una tribu repartirse la carga de trabajo y protegerse mutuamente de potenciales peligros externos. En la actualidad, al menos en la sociedad occidental, esta necesidad de protección mutua no es tan evidente. Pero la necesidad quedó recogida de alguna manera en la biología de nuestro ser, y aunque ya no vivimos en tribus, la gente todavía siente el impulso de proteger y dar afecto a aquellas personas que quiere y que forman parte de sus grupos más cercanos, así cómo de sentirse protegidos y cuidados por ellos. Tal vez lo más interesante de esta incesante evolución es el hecho de que el sentido de pertenencia se ha extendido, al menos para algunas personas, a toda la familia humana y, cada vez con más fuerza, a todos los seres vivos, aunque esto se realice efectivamente a través de grupos y redes sociales concretos a través de los cuales canalizamos nuestro afecto por la humanidad y la vida.
Esta necesidad de pertenecer, de ser aceptado por un grupo, es tan grande que las personas, en general, reaccionamos mal cuando un grupo al que queremos o creemos pertenecer nos ignora, nos evita o, lo que es peor, nos rechaza de manera explícita impidiéndonos formar parte de él. El rechazo, en diferentes formas, es una práctica habitual en la familia, la escuela, en las pandillas de adolescentes, en los centros de trabajo, etc., siendo causa de graves desórdenes emocionales. Las personas rechazadas se sienten frustradas, ansiosas, solas y, en casos extremos, deprimidas y con escasa auto-estima. Con el tiempo, el temor al rechazo les lleva a mantener relaciones superficiales con la gente, evitando el compromiso y adoptando una actitud de indiferencia hacia los demás y hacia las posibilidades de colaboración con otras personas.
En el plano social, el rechazo de una mayoría dominante hacia cualquier miembro de un grupo minoritario se conoce como marginación o exclusión social. Se trata de un proceso de ruptura social (en algunos casos, como resultado de situaciones de opresión y dominación que vienen de lejos), por el que algunos grupos o personas quedan separadas de las relaciones sociales e instituciones existentes, lo que les impide una participación plena en las actividades normales de la sociedad en la que viven, hallándose por tanto en una situación de desventaja. La exclusión social suele estar relacionada con la pobreza, la falta de educación, o la pertenencia a minorías étnicas. También se aplica a formas de discriminación relacionadas con el género, la edad, la orientación sexual, las creencias religiosas, etc. Cualquiera que sea la causa, las personas socialmente excluidas experimentan síntomas similares a los comentados anteriormente, mostrando en general una baja auto-estima.
Y es que recientes estudios sobre identidad social y autoestima revelan que esta última característica no depende solamente de cualidades personales, sino del valor percibido de los grupos a los que pertenecemos. En general, las personas que forman parte de grupos con poder o bien valorados, o —y esto es lo más interesante— de grupos de los que se sienten orgullosos de pertenecer aunque se trate de grupos socialmente poco valorados o con poco poder, suelen tener más autoestima que aquellas personas pertenecientes a grupos que no valoran o que se sienten excluidas de cualquier grupo. Si pensamos, como Maslow, que la auto-estima es una necesidad humana fundamental que nos permite enfrentar la vida con más confianza, benevolencia y optimismo, conseguir nuestros objetivos y auto-realizarnos, se entiende la importancia de crear grupos y redes sólidas, que funcionen bien tanto en sus procesos internos como en la consecución de sus objetivos, dispuestos a trabajar las diferencias, fomentar la inclusión y abrazar la diversidad. Grupos, en definitiva, de los que nos sintamos orgullosos, que nos permitan satisfacer nuestra necesidad de pertenencia, reforzar nuestra autoestima, y ser canal expresivo de nuestra creatividad y confianza en la vida.